Para aquellos que no los conozcáis, los pigmeos son habitantes de las selvas ecuatoriales de África, cazadores y recolectores. Son conocidos por su baja estatura: la media de los hombres es de 1,5 m. Hay asentamientos de pigmeos en varios países africanos, como Ruanda, Burundi Gabón, Congo o Camerún. En este último es donde los conocí, y donde viví una experiencia tan increíble que, espero, pueda trasladar en palabras. Al menos, voy a intentarlo…
Después de haber pasado unos días en las playas de Kribi, al sur de Camerún, me dirigí al Parque Nacional de Campo-Ma’an, donde me habían dicho que podía visitar pueblos habitados por pigmeos y conocer a sus gentes. En efecto, visité algunos de ellos, pero por lo que comentaron y pude comprobar, se habían convertido en meras atracciones turísticas. El jefe pigmeo del pueblo esperaba a los turistas a la entrada para comprobar que habían traído whiski y tabaco; y el resto de la gente esperaba para ser fotografiado cual monumento turístico… Seguí en la búsqueda de asentamientos pigmeos genuinos intentando localizar cabañas más pequeñas de lo normal… Si veía a alguien bajito, le preguntaba si era pigmeo… Alguno se reía: «¡No! Solo soy pequeño».
Estaba cerca del ecuador, así que la atmósfera era bastante húmeda; además todos los días por la tarde alguna que otra tormenta caía. En este ambientazo empecé a notar que, a cada kilómetro que avanzaba hacia el interior del Parque, tenía más bichitos pegados en mi cuerpo; unos interesados en el sudor, otros en la sangre. Me fijé en una enorme fila de hormigas que escalaban como locas por el tallo de una planta. Me detuve para hacer una foto y de repente estaban subiendo también por mi pierna, con lo que guardé a toda leche la cámara, me subí a la bici y empecé a pedalear como si me persiguiera una manada de leones. Todavía notaba que todavía tenía hormigas por el cuerpo y estaba empezando a sentir que me mordían, así que paré en una pequeña aldea y me senté en el banco de una casa para deshacerme de ellas.
A lo mejor no lo parece, pero estaban totalmente histéricas
Levanté la cabeza, y como de costumbre, un grupo de niños y algún adulto me estaban observando totalmente estupefactos. Y estupefacto me quedé yo también cuando me di cuenta de que estaba… ¡en una aldea de pigmeos! Enseguida me lo confirmaron: «Sí, nosotros somos pigmeos». Las sensaciones de ese encuentro totalmente casual, como por arte de magia, fueron indescriptibles. Creo que nunca las olvidaré.
No era un gran poblado, sino cuatro familias pigmeas que se habían asentado en esa zona. ¡Ellos parecían más sorprendidos de ver un blanco en bici que yo de ver gente tan bajita junta! Me presentaron al jefe y a otros pigmeos “ilustres” del poblado. A Odrik lo conocí después de que me salvara de un mosquito gigantesco que tenía en la pierna. De repente, sin yo ni verlo, me pegó un golpe y me enseñó la mano manchada de sangre: fulminante. El flechazo fue tan instantáneo como la hostia. Enseguida nos hicimos amigos.
Odrik tenía 17 años; me contó que su padre había fallecido y su madre se había marchado a otro poblado de Camerún. Orgulloso me mostró su pequeña cabaña que había construido sin ayuda de nadie. «Yo solo. Yo solo» repetía. En la cabaña me enseñó su lanza de caza; no me lo creía. Me pareció totalmente asombroso que cazaran animales con esa herramienta tan simple, de película. Odrik me contó que a la mañana siguiente unos jóvenes del pueblo iban a cazar y, por supuesto, yo estaba invitado. Acepté sin pensarlo, todavía alucinando de lo que estaba presenciando. Os preguntaréis quizás qué tipo de animales cazan los pigmeos… Pues bien, me contaron que cazaban cualquier tipo de animal “de bosque”, como ellos los llamaban: desde serpientes, hasta antílopes, puercoespines e, incluso, gorilas. También recolectaban cualquier planta comestible o que podían utilizar para fabricar algo.
Con Odrik, delante de su cabaña
Por la tarde estuvimos probando mi bicicleta (un poco grande para ellos) y jugamos el típico camisetas contra sin camisetas en un campo de fútbol al que acudieron jóvenes de otras aldeas. Al anochecer regresamos a la aldea para descansar y estar listos para el “big day”.
Y llego la mañana. Me preparé cumpliendo estrictamente las normas de los extranjeros para entrar en la selva: botas cerradas, pantalones largos, camiseta de manga larga y mochila. Y sin saber muy bien qué estaba haciendo, me fui al encuentro de mis nuevos amiguetes. Allí estaban François, de 20 años; su hermano Pabloue, de 10, y Whisky, el perro de los pigmeos (que no pigmeo…). François, además de su lanza y su machete, llevaba una mochila con maniok (concentrado de yuca típico de África Central). Pabloue iba vestido con una camiseta y unas chancletas; su lanza y su machete.
François y Pabloue, cruzando plantaciones
A las 7 de la mañana nos estábamos adentrando en la selva. Atravesamos una extensa plantación; François me explicó que el gobierno está vendiendo las tierras a empresas privadas para plantaciones de palma aceitera, lo que estaba provocando la deforestación y la huida de los animales. Cruzamos un gran río y caminamos varias horas entre senderos y pequeños ríos; yo ya estaba hasta las rodillas de barro. Empezamos a subir una colina campo a través hasta que los hermanos encontraron trazas de puerco espín. Me explicaron que era frecuente que por ese lugar pasaran estos animales, se separaron y empezaron a preparar las trampas con cortezas de árbol, ramas y alambre. A excepción de este último, todo el material lo obtenían de la selva.
Pabloue preparando las trampas
Después de colocar unas seis trampas descendimos la colina hasta que llegamos a una pequeña cabaña que François había construido hacía tiempo. Allí se resguardaba de la lluvia, guardaba algo de fruta, descansaba y, si había suerte, cocinaba la carne que cazaba.
Cabaña construida por François
Nos comimos el maniok, unos plátanos y un aguacate y nos adentramos de nuevo entre los árboles, esta vez en busca de animales. Yo los seguía boquiabierto, esperando el gran hallazgo. Me indicaban que nos separáramos para no hacer ruido; metían la mano en agujeros; de vez en cuando cogían algún fruto de los árboles y se lo comían; bebíamos agua del río con la ayuda de las hojas… Después de dos horas caminando, buscando huellas, siguiendo trazas y escuchando ruidos, François me dijo «No chance».
Cruzando el río por un «puente»
De izquierda a derecha: Whisky, François y Pabloue
Una lástima. Aunque el simple hecho de haberlos acompañado ya fue algo absolutamente excepcional. François me explicó que los animales que cazaban formaban parte de su alimentación; y los que no se comían, los vendían para comprar lo que no podían obtener directamente de la naturaleza.
Izq.: Milpiés. Der.: Cangrejo de río.
A las tres de la tarde ya estábamos de vuelta en el poblado. François volvería el lunes para ver si había habido suerte con las trampas que habían colocado. Estuvimos comentando la jornada de caza y, después de comer, me despedí. Otro emocionante adiós en este viaje, y una experiencia inolvidable que el azar, y las hormigas, quisieron que viviera.
Con los pigmeos aprendí a construir trampas, a beber agua utilizando hojas, y algo mucho más útil y que nunca olvidaré: a sonreír, siempre. Será difícil que olvide la felicidad que expresaba el rostro de François cuando nos conocimos; cómo se reía cuando comía con su mujer e hijo o cuando, durante la mañana de caza, yo hacía mucho más ruido que ellos. Después de 6 horas caminando por la selva y volver a la aldea con las manos vacías, seguía sonriendo.
Foto de despedida