Pedaleando por la Carretera Austral (2/2)

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Me encontraba en Villa Cerro Castillo, disfrutando de la compañía de mi amiga Fer y de un entorno natural de lujo, el Parque Nacional Cerro Castillo. Habíamos ya pedaleando un buen trecho de la Carretera Austral, pero esta increíble ruta todavía nos tenía reservada mucha aventura. Aprovechamos para visitar el parque: madrugamos y pudimos acceder sin pagar el ticket de entrada. ¡A quien madruga…!

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Un tentempié de camino a la Laguna Duff. Foto: Fer Gutiérrez

No obstante, tuvimos que hacer un pequeño rodeo con cruce de río incluido y caminata entre arbustos, pues vimos a lo lejos el guarda y no queríamos jugárnosla. Al final logramos llegar al otro lado de la entrada, ¡sin haber metido la mano en la bolsillo! :P El destino de nuestro trekking por el parque era la Laguna Duff, un increíble lago glaciar rodeado de los imponentes nevados del valle del estero Parada. Después de una hora de caminata alcanzamos el sendero que nos llevaría hasta la laguna, no sin antes caminar otras cinco horas aproximadamente.  En total fueron 18 kilómetros, doce de ellos en ascenso. El trekking fue duro, y al llegar a la laguna nos encontrábamos realmente exhaustos. Las nubes anunciaban una inminente lluvia y el viento cada vez era más fuerte, pero el esfuerzo valió la pena sin duda alguna. Las vistas que nos ofrecía eran impresionantes: los perfiles recortados de la Punta Duff, el Cerro Montura, el Cerro Castillo, el Cerro El Viejo, el Cerro Chocolate y el Cerro Palo, todos repletos de nieve y secundando a la Laguna Duff, con sus aguas turquesas tan características de la Patagonia.

Nos hubiera gustado poder quedarnos más tiempo a contemplar el escenario, pero la amenaza de lluvia nos obligó a no distraernos demasiado. Las nubes se iban acercando cada vez más, y empezaba a lloviznar. El descenso fue más rápido que la subida, pero íbamos agotados; nuestras piernas cargaban con todo el esfuerzo acumulado. Alcanzamos el camino de regreso, y cuando quedaban unos cinco kilómetros para llegar apareció una camioneta a la que no dudamos en detener levantado el dedo cual autoestopistas desesperados. El conductor, muy agradable, nos llevó mientras nos explicaba que trabajaba con el ganado de la zona, y que cada día hacía ese recorrido. Estaba acostumbrado a llevar a montañeros y montañeras agotados hasta el inicio de la ruta. No pudimos agradecérselo más, ¡realmente apareció de la nada para salvarnos!

Al día siguiente nos subimos a las bicis y emprendimos la marcha en dirección a Coyhaique, la primera ciudad que íbamos a pisar después de muchos días en ruta. Tardamos dos días y 100 kilómetros en llegar y nos los pasamos pensando fundamentalmente qué íbamos a hacer y qué íbamos a cocinar: yo me moría por una ensalada y Fer, como buena argentina, no paraba de pensar en asados, milanesas y hamburguesas caseras.

¡Cuánta razón!

Por fin llegamos a Coyhaique, ciudad austral con poco más de 50.000 habitantes y en la que nos acogería Nico, un chileno apasionado de las bicis que hospedaba ciclistas. Al entrar en la ciudad cruzamos una calle repleta de comercios y supermercados, que mirábamos con la misma cara con la que contemplábamos los nevados de la Laguna Duff. Antes de llegar a casa de Nico hicimos una parada de rigor en los puestos de comida callejeros para probar las famosas sopaipillas chilenas, unas tortas de harina fritas en aceite. Dimos fe que eran absolutamente brutales. Apuntadas en mi lista de comidas favoritas.

En casa de Nico nos recibió Chrissa, una cicloviajera griega que venía de Perú y se dirigía a Ushuaia. Conocimos también al colombiano Freddy, ¡o Pitufo! Guardamos el equipaje, nos duchamos y enseguida comenzó la tertulia viajera que tanto nos gusta a los cicloviajeros: compartimos aventuras, rutas, percances y, lo mejor, una deliciosa receta griega que había preparado Chrissa. Nico, el anfitrión, apareció más tarde, pues trabajaba mucho y estaba poco por casa. ¡Tenía unas ganas locas de montarse en su bici y emprender su propio viaje! Al día siguiente teníamos claro el plan: comer y descansar. ¡Y cumplimos! Fer preparó unas riquísimas milanesas y yo colabaré con una ensalada que devoramos mientras escuchábamos las historias del gran Dani Ku, de virenbicicleta.com, y bebíamos un exquisito vino chileno.

Ciclistas devorando almuerzos exquisitos.

Ya nos avisaron de que nadie se quedaba menos de tres días en casa de Nico. Disfrutamos aquellos días de descanso entre historias, anécdotas, risas, comidas, salidas nocturnas y preparativos para emprender el viaje.

El equipo al completo: Chrissa, Dani, Nico, Freddy, Fer y yo. Al fondo, Coyhaique.

¡E iban llegando más ciclistas! Al grupo se unieron Leo y Lucas, un argentino y un chileno que se habían conocido en el camino y viajaban juntos hacia el sur. La cosa se iba animando por momentos, pero a nosotros nos tocaba partir.

Despedida de Dani Ku, con Fer, Lucas y Leo.

Llegó el día previsto, pero amanecimos con una lluvia incesante y una bajada en picado de las temperaturas. Estaba todo helado, así que decidimos atrasar un día la marcha. ¡Y tan a gusto! A la mañana siguiente, ya no hubo excusa que valiera: después de una semana en Coyhaique tocaba subirse a la bici de nuevo y pedalear hacia el norte.

De nuevo, deslizándonos por la Carretera Austral.

Seguimos pedaleando por la Carretera Austral, llenos de energía y con muchas ganas de devorar kilómetros (había que bajar todo lo que habíamos comido…). La belleza de la Carretera Austral no se detenía en este tramo, y mientras avanzábamos nos quedamos embobados bajo la lluvia, que tampoco cesaba. Y es que tal y como nos dijo un gaucho que nos dejó dormir en el granero de su casa: «En esta zona solo llueve 360 días al año».

Parada para desayunar un bocata de aguacate al calorcito del Sol patagónico.

Después de varios días en ruta pedaleando bajo la lluvia la rodilla de Fer empezó a quejarse, con lo que nos demoramos más de lo previsto. Nos hospedamos en un refugio ciclista de Villa Amengual, allí pudimos secar la ropa, descansar en una cama y conversar tranquilamente con Inés, la gerente del refugio. ¡El mate y las sopaipillas recién hechas que nos ofreció nos sentaron de lujo! Fer necesitaba recuperarse de su rodilla, así que estaría unos cuantos días más descansando en el refugio. Yo debía avanzar, así que una vez más nuestros caminos se separaron. ¡Quién sabe cuándo nos volveríamos a encontrar! Al día siguiente partí en solitario, echando de menos ese acento tan alegre y musical de Fer.

Desde el pueblo patagónico de Puyuahipi.

Volví a pedalear en solitario, con la única compañía de mis pensamientos. Después de pasar por Villa de Santa Lucía me desvié hacia la cordillera y me detuve en el pequeño pueblo de Puerto Ramírez. Chrissa, la cicloviajera griega, me había aconsejado que preguntara allí por el hospedaje de Damira. Y Damira resultó ser una auténtica y amable mujer gaucha de la Patagonia que, por supuesto, me agasajó con su característica hospitalidad. No me cobró nada por la habitación; disfrutamos de una tarde estupenda bebiendo mate y compartiendo experiencias. No podía sino agradecerle su amabilidad haciendo una exquisita cena, así que saqué la artillería culinaria pesada y cociné un clásico infalible: tortilla de patatas con cebolla y ensalada. Al día siguiente, antes de despedirnos y partir, Damira me regaló pan recién hecho para el viaje. ¡Un auténtico lujo haberla conocido! Sin duda, una excelente recomendación de Chrissa ;).

Foto de rigor con Damira el día que partía.

Al cruzar de nuevo la frontera a Argentina, la lluvia fue cada vez más escasa y el paisaje se iba ensombreciendo, dejando atrás el brillante verde. Apareció la grava, el viento y la carretera en mal estado, así que aumenté la velocidad para llegar lo antes posible a Trevelin, en la provincia de Chubut. Allí ya me esperaban Juan y Mercedes, unos amigos de Warmshowers que me iban a abrir las puertas de su casa durante unos días. La pareja vivía con sus dos hijas pequeñas en una casa a las afueras de la ciudad, y eran absolutamente inspiradores. Juan preparaba su propia cerveza y pan, y se dedicaba con pasión a la educación alternativa. Desde el primer minuto en que estuve con ellos pude percibir un ambiente familiar tranquilo, relajado y cálido, con infinitas y emocionantes cosas por hacer. Compartimos muy buenas charla hablando de música y cine, entre risas y muy buen rollo. Un día me animé a cocinar y les preparé una fideuá (tenía que innovar). ¡A las niñas les encantó!

Pan casero y cerveza artesanal. ¡Juan sí que sabe!

Nunca hubiera dicho que en esa casa viviría una de los momentos más comprometidos del viaje. En una de las cenas, hablando de todo y nada, una de las de hijas me dijo de repente: «¡Cuéntame un cuento!». Me quedé mudo. Nunca le había contado un cuento a nadie, y mis dotes de orador son limitadas… Pero así es el viaje, o la vida, según se mire ;). Siempre hay una primera vez para todo. Hice un poco de memoria y me acordé de un cuento africano que me habían explicado en Namibia. Lo hice lo mejor que pude, y no sé si las convencí o las aburrí, pero lo cierto es que mientras me miraban con una cara un poco extrañada se fueron quedando dormidas.

Tocaba partir de nuevo hacia el norte. Mi siguiente destino era el Parque Nacional Los Alerces, muy cerca de donde me estaba alojando. Salí temprano de casa de Juan y Mercedes con el objetivo de aprovechar todo el día para descubrir y disfrutar el parque.

Madrugón y manta. Todo un lujo ver cómo la primera luz del día va mostrando la carretera poco a poco.

Gracias al madrugón pude disfrutar de la soledad de la carretera, y junto al amanecer fui descubriendo los primeros kilómetros del parque. Pedaleé bastante distancia y pude ver muchas residencias y casas privadas, bastantes hoteles, restaurante alrededor de los lagos y muchos carteles de publicidad. Más que un parque natural parecía un parque de atracciones.

Lagos y montañas de Los Alerces.

Me desvié para alcanzar una zona de camping que me habían recomendado. Allí busqué el mejor lugar para montar la tienda y, sobre todo, colgar la hamaca. Estaba deseando columpiarme en ella durante todo lo que quedara de día :).

Mi casa en el lago (por un día).

Y así fue. Dormir, leer, comer, disfrutar de la vida, y del silencio. Estaba completamente solo en el paraíso. Al anochecer me metí en la tienda para dormir, habiendo decidido que no iba a madrugar al día siguiente. ¡Quería más relajación! Sin embargo, a las cinco de la mañana me despertó un intenso viento que azotaba la tienda, a pesar de la protección de los árboles que había a mi alrededor. Decidí desmontar la tienda y guardarlo todo en las alforjas. Mi tienda de campaña es muy ligera y el fuerte viento dobla las varillas, así que en estos casos, si tengo la oportunidad prefiero buscar una alternativa para dormir. Todavía era de noche, y tenía sueño, así que colgué la hamaca en un lugar más protegido del viento y allí me dormí hasta que la lluvia me despertó. Mi día de perreo se iba a tener que posponer… No me quedó otra que ponerme en marcha en dirección a mi próximo destino, la localidad de Bolsón. No sé si era porque estaba dormido, o porque ese no era mi día, pero durante la ruta el viento me robó un guante de la bici y la bolsa del manillar se desmontó y se cayó, esparciéndolo todo por el suelo… (dramas cicloturistas).

En Bolsón me alojé en casa de Marisa, una cicloviajera que conocí a través de Warmshowers. Marisa había recorrido todo Europa a lomos de su bici, así que pudimos compartir experiencias y comprender las enormes diferencias entre pedalear por Europa y por Sudamérica, especialmente en lo que respecta a la actitud de los locales. La siguiente parada de la ruta me llevó hasta el pueblo de Bariloche, uno de los destinos más visitados de la Patagonia argentina. Allí me alojé en casa de Miguel, también de Warmshowers. Miguel era un apasionado de las bicis, tanto que, en el tiempo libre que le dejaba su dedicación a la enseñanza de música, las restauraba con cariño artesano. ¡Tenía una increíble colección! Como buen conocedor del terreno, Miguel me recomendó cruzar a Chile de nuevo por el paso internacional Mamuil Malal, atravesando antes el famoso Camino de los Siete Lagos, un tramo de unos 100 kilómetros de la Ruta Nacional 40 y en el que, como su nombre indica, se avistan siete lagos típicos patagónicos. ¡Buena recomendación! :)

Preciosas vistas desde el camino antes de llegar a Junín de los Andes.

Emprendí de nuevo el pedaleo, y a un día de cruzar la frontera empecé a notar que algo no cuadraba. Según el mapa debía encontrarme un cruce, y el famoso volcán Lanín debía quedar a mi izquierda. Sin embargo, cada vez me alejaba más del camino, y el volcán se iba quedando detrás… Me detuve para comprobar dónde me encontraba y, tal como sospechaba, me había desviado 24 kilómtros de la ruta planificada. Estaba disfrutando tanto de la carretera que me salté el desvío, era una delicia pedalear por esas carreteras poco transitadas. Sin agobiarme ni un pelo, rehice los 24 kilómetros y mi entrada a Chile se pospuso un día más. Estaba a 50 kilómetros de la frontera.

Creo que me he equivocado…

Al día siguiente me puse en marcha y, ahora sí, el imponente y nevado volcán Lanín me saludaba desde la izquierda. Empezó a llover cada vez más fuerte y salió un tímido arco iris. Aunque el escenario era espectacular, y a pesar de ir equipado con ropa para la lluvia, el agua empezó a calar y comencé a sentir el frío en mis manos. Pero no podía detenerme a esperar que dejara de llover, tenía que llegar a la frontera, donde esperaba encontrar algún lugar donde secar la ropa y descansar un poco. ¡Me quedaba por delante otra hora de caminos de grava y lluvia dentro del Parque Nacional Lanín!

Mi entrada a Chile no fue exactamente triunfal. Llegué como un pollito, tiritando de frío y con las manos blancas del agua congelada. Los funcionarios del paso me pusieron el sellito en el pasaporte, y me desearon buena suerte. ¡No había por ahí ningún sitio donde secarme! Me dirigí a probar suerte en el lado chileno, bajo una intensa lluvia que no conocía de fronteras. Debía atravesar una carretera serpenteante asfaltada rodeada de altos árboles con los troncos envueltos de hierba. Hubiera parado para hacer fotos, porque el paisaje era realmente impresionante. Pero era físicamente imposible. Finalmente llegué al paso chileno, y me dirigí hacia el edificio de inmigración. Me bajé de la bici, entré y rápidamente localicé la estufa. Me dirigí a ella como el que ve un billete de 500 euros, coloqué cerca la ropa mojada y me quedé un buen rato recuperando la sensibilidad del cuerpo. Hice los trámites de entrada tranquilamente, no tenía ninguna prisa, y quería disfrutar del calorcito de la estufa. Al cabo de un rato, me preparé para volver a la ruta. Pedí a los funcionarios unas bolsas de plástico para impermeabilizar mis guantes y, de nuevo, me eché a la carretera. Esta vez era un camino asfaltado, y de bajada. El suelo estaba mojado y había mucha pendiente, así que debía estar concentrado en el manejo. Al cabo de dos horas llegué a Curarrehue. Allí se me ocurrió acercarme a la estación de bomberos a preguntar si me podían hospedar. Muy amablemente me permitieron pasar la noche en una oficina y me dejaron una pequeña estufa con la que pude secar mi ropa. ¡Por fin pude descansar un poco! Al día siguiente pasé por Pucón, situado a los pies del majestuoso volcán Villarica. Quería ver de cerca este volcán, de casi 3.000 metros y con una forma cónica casi perfecta. Pedaleé unos nueve kilómetros más desde el pueblo, y ascendí unos 600 metros. Sin embargo, las nubes decidieron taparme la maravillosa postal que había imaginado.

Las nubes andinas tapando el volcán Villarica. ¡Gracias majas!

Ya cuando me alejaba las nubes fueron disipándose y me dejaron ver el majestuoso volcán.

¿Es o no es IMPRESIONANTE?

Ese mismo día llegué a Villarica, un gran pueblo situado en la orilla del lago de mismo nombre. Allí me hospedé de nuevo en la estación de los bomberos, donde me dejaron colocar la tienda en su jardín. Me pude dar una ducha caliente y me dejaron la cocina. ¡Por fin un poco de lujo! :) A partir de Villarica, el objetivo era llegar a Santiago de Chile lo antes posible. La ruta más rápida era la Autopista 5, que recorría la famosa Carretera Panamericana. Pedaleé una media de 140 kilómetros al día, paraba a comer en pequeños pueblos cercanos a la carretera y al anochecer colocaba mi tienda en áreas de servicio. En cinco días llegué a Santiago, pero antes tuve que atravesar, durante 40 kilómetros, una nube de polución con la que conviviría durante toda mi estancia en la gigante capital de Chile.


Comentarios

  1. Ferrán, durilla la carretera Austral, sobre todo los elementos naturales. Me ha gustado mucho el relato. (Los tres cerditos, purgacito…)

    1. Las montañas distraen demasiado para pensar en lo duro que es la carretera… 🙂

  2. Amigo, me encanta como narras tus aventuras, la gente amable, los caminos y esos hermosos paisajes. Hacen que imaginé y viva contigo tus experiencias.
    Las fotos espectaculares, espero pronto más historias, buen viaje un abrazo grande.
    Amanda de los Ángeles

    1. Gracias Amanda, un placer sentir que me acompañas en el viaje 🙂 ¡Un abrazo a todos y todas!

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