Y del sur, al norte. Después de los más de 25.000 kilómetros recorridos para llegar al fin del mundo, tocaba empezar a pensar cómo volver hacia el norte… ¡y sin perderlo! Para evitar pedalear por la misma ruta que había seguido para llegar a Ushuaia, decidí llegar hasta el estrecho de Magallanes haciendo autostop. Me detuve en el puerto de Punta Delgada, un pueblo de pescadores chileno en el que, todavía no lo sabía, pero me aguardaba una triste sorpresa.
Al caer la noche los marineros me propusieron cruzar el estrecho en uno de sus barcos. Fue una experiencia increíble, y ¡sabrosa! Me invitaron a comer un delicioso salmón con arroz cocinado en la cocina del barco, repleta de pegatinas y recuerdos de otros viajeros como yo. Al día siguiente me desperté con una noticia que había revolucionado el pueblo: una ballena azul había varado en la playa algunos días atrás, y parece ser que alguien, con muy poco respeto y sensibilidad, se había subido a su cuerpo sin vida, y lo había pintado. Fui a ver al animal y, allí, al lado de aquel cuerpo de 21 metros, me di cuenta que entre las ballenas y nosotros hay muchas diferencias, y no solo de tamaño.
El cuerpo de la ballena azul varada en el puerto de Punta Delgada, en el estrecho de Magallanes.
Con el estómago hecho un nudo después de haber contemplado de cerca al animal más grande del planeta, me subí a la bici y reanudé la marcha. Volví a encontrarme con un viejo amigo, el viento patagónico. A veces me cruzaba con otros ciclistas que venían del norte: ellos se dejaban llevar y casi ni pedaleaban; a mí me costaba mantener una línea recta. Decidí marcarme pequeños objetivos con el fin de no desanimarme. Así que poco a poco, y con mucho esfuerzo, iba avanzando kilómetros. Llegué a Puerto Natales, una bonita ciudad enmarcada en un paisaje de película, de esos que te obligan a bajarte de la bici y empezar a hacer fotos como un poseído. Puerto Natales está considerado como la entrada al Parque Nacional de las Torres del Paine. Me hubiera gustado poder conocerlo pero el ticket de entrada me pareció un absoluto atraco, y además era obligatorio reservar un alojamiento dentro para hacer noche. Opté por pasar de largo y dirigirme directamente hacia la Villa Cerro Castillo, para cruzar de nuevo a Argentina y visitar el Perito Moreno, esa maravilla de la que tanto me habían hablado.
Vistas desde la ciudad de Puerto Natales (Chile). ¿Era o no obligatorio pararse?
Ya en territorio argentino, la historia se repetía. El viento no se detenía y por las noches era imposible acampar en mitad del campo. Tenía que buscar refugio en galpones (cuadras), edificios abandonados o paradas de autobús. También en los puestos de viabilidad, donde los trabajadores del gobierno muy amablemente permiten acampar a los ciclistas. Así pasé unos diez días, hasta llegar a El Calafate, el pueblo desde donde parten la mayoría de excursiones al Perito Moreno. Allí me alojé en un modesto hostel (que a mí me pareció un Hilton, como os podréis imaginar…) donde pude guardar la bici.
Llegué al famoso Parque Nacional de Los Glaciares haciendo autostop (estaba a unos 80 km de El Calafate). Cuando vi aquella masa gigante de hielo me quedé mudo. Nunca había estado tan cerca de un glaciar; fue algo increíble pasear a su lado, o simplemente sentarse para escuchar el crujido de sus cuatro kilómetros de longitud y 60 metros de alto moviéndose. Todos esos sonidos extraños de hielo venían acompañados de pequeños desprendimientos que caían al agua, sumándose a ese auténtico festival visual. Realmente valió la pena acercarme a ver este impresionante monumento natural, uno de los pocos glaciares del mundo que no está retrocediendo.
Panorámica del glaciar Perito Moreno.
Al día siguiente reemprendí la marcha hacia el norte, en dirección a El Chaltén, un pequeño pueblo muy turístico debido a su cercanía al Monte Fitz Roy. Me habían hablado de la majestuosidad de esta zona montañosa y tenía en mente la famosa silueta del Fitz Roy, así que iba muy ilusionado y con ganas de que el paisaje me abrumara. A cada pedelada veía el emblemático cerro más cerca; a pesar de las nubes, la cima se dejaba ver de vez en cuando.
Luchando contra el viento para llegar a El Chaltén.
Los últimos kilómetros hasta llegar a El Chaltén fueron muy duros: un tramo de 90 kilómetros que se tardaba en recorrer unas 3 horas en dirección sur, me costó en total 9 horas. En El Chaltén busqué un alojamiento que me permitiera guardar la bici ya que la idea era estar unos cuantos días haciendo trekking por el lugar. Me alojé en el hostel Casa Azul, donde conocí a Pablo y Julio, dos viajeros sevillanos. Se unió a la fiesta excursionista Álvaro, un vasco que había conocido en El Calafate y con el que volvimos a coincidir en El Chaltén. Mochilas y tiendas de campaña a las espaldas, nos fuimos los cuatro de expedición por las montañas de El Chaltén. Y a pesar del viento, de la lluvia y del frío, las risas no cesaron en todo el camino. ¡Éramos un chiste!
La primera noche de trekking tuvimos que protegernos del viento dentro de las tiendas.
El equipo al completo. Y de telón, el Fitz Roy.
A la vuelta tenía que prepararme para encarar el próximo desafío: llegar a Villa O’Higgins, inicio de la famosísima Carretera Austral. Primero debía cruzar el llamado Lago del Desierto en una balsa; a continuación tenía que cruzar 22 kilómetros por senderos empujando la bicicleta con el objetivo de cruzar la frontera con Chile y llegar al asentamiento de Candelario Mancilla. Una vez allí, debía atravesar el lago O’Higgins hasta Puerto Bahamondes, desde donde partía un único barco que, además, no aseguraba la salida a causa a las cambiantes condiciones climatológicas. Exacto, ni Frodo cruzando la Tierra Media…