Después de mi periplo por la Carretera Austral, por fin llegué a Santiago de Chile. Allí me esperaba Javier, un amigo sevillano de nuestra época de Erasmus en Alemania. Javier llevaba seis años viviendo y trabajando en la capital de Chile; en cuanto le expliqué que estaba dando la vuelta al mundo en bicicleta y que iba a pasar por Santiago, enseguida me dijo: «Estás completamente loco. ¡Pero lo vamos a celebrar con unas cervezas!».
La entrada a Santiago (con sus más de cinco millones de habitantes) fue difícil: los coches me pitaban y noté un ambiente muy tenso, mucho nerviosismo, una sensación muy diferente a la vida en el sur chileno. Estaba en una gran ciudad y todos los conductores tenían prisa; querían llegar rápido a su destino, todos tenían preferencia respecto de mí. Me quedó bastante claro que los conductores de Santiago no tenían mucho aprecio por los ciclistas :(.
Una inmensa nube de contaminación sobre la ciudad de Santiago de Chile. Vista desde el Cerro San Cristóbal.
Javier vivía en el barrio de las Condes, una zona limpia y con seguridad por todos los rincones. Los edificios eran altos y modernos, y la gente caminaba apresurada, y trajeada, móvil en mano. Me detuve un momento para notar una sensación extraña: antes de mi viaje pertenecía a ese mundo, al mundo de las oficinas, el trabajo, las semanas rutinarias y las obligaciones. Ahora ya no. Y me sentía totalmente desubicado en ese escenario. Llegué a casa de Javier y me recibió Eli, era la empleada del hogar. Me mostró una habitación con baño, al lado de la cocina, y donde yo iba a dormir. Más tarde me enteré que era la habitación donde años atrás vivía el personal que se encargaba de limpiar, hacer la comida, cuidar a los niños. Parecía que era algo común en la zona en que estaba ubicado el piso. Guardé la bicicleta en la terraza, me duché, me senté en el sofá, encendía la tele y me quedé embobado. No sabía ni lo que estaba mirando, solo estaba disfrutando de no hacer absolutamente nada. ¡Y de estar sentado en un sofá! ;)
Típico edificio del barrio de Las Condes. ¿Dan ganas de entrar ahí, verdad?
Al cabo de un rato llegó Javier. ¡Después de siete años nos volvíamos a ver! El encuentro fue increíble. Él llegaba con su maletín, y yo había llegado con mis alforjas. La vida nos había llevado por caminos diferentes, pero en realidad poco habíamos cambiado. Después de todo ese tiempo, las risas continuaron. Recordamos nuestras aventuras en Alemania y nos contamos nuestras vidas después de nuestro «loco Erasmus».
En Santiago Javier me llevo con él a todos lados: encuentros con amigos, paellas, despedidas, cenas… Pude conocer a muchos de sus amigos, que no dudaron en enseñarme las mejores zonas y actividades de Santiago, como la típica subida en bicicleta al cerro San Cristóbal, los espectáculos de danza contemporánea en el Centro Gabriela Mistral o, incluso, un concierto de música clásica en el centro cultural CorpArtes.
Paella valenciana con vistas a la ciudad de Santiago de Chile.
Aproveché mi estancia en Santiago para poner a punto mi bicicleta y equipamiento. Después del frío que había sufrido en la Patagonia, no quería volver a pasarlo tan mal. Adquirí algo de equipamiento nuevo para aguantar temperaturas más bajas, abandoné material que no utilizaba y lo sometí todo a una limpieza a fondo, ¡que ya tocaba!
La madrileña Celia me llevó hasta el cerro Cristóbal en bicicleta para tomar un típico mote con huesillos chileno.
Paseé muchísimo por las calles de Santiago. Y así descubrí mi lugar favorito de la ciudad. En la comuna Recoleta descubrí el mercado la Vega: allí pude sentir un ambiente diferente, gritos y risas, aromas de todo tipo, un poco de desorden y verduras gigantes a precios asequibles. Fui al mercado varios días, y siempre volvía a casa de Javier con la mochila bien llena de frutas y verduras. Con lo bien que me estaban cuidando en Santiago era difícil irse, pero debía continuar el viaje. Había conocido a gente increíble, con la que me divertí y me lo pasé fenomenal, ¡pero mis piernas pedían pedaleo! El día de la partida llegó, así que me despidé de Javier y sus amigos, y emprendí de nuevo el viaje, hacia el norte del país.
Algunos de los y las responsables de que mi estancia en Santiago se alargara más de lo previsto ;).
Me habían hablado de la desigualdad que había en Chile, en especial en su capital. Y no me di realmente cuenta hasta que crucé la ciudad de este a oeste para dirigirme a la colorida Valparaíso. Crucé la plaza Italia, que simbólica y físicamente separa la zona rica de la zona pobre. A medida que avanzaba se veía todo más sucio, había más basura en las calles y menos edificios altos y modernos. Incluso pude ver tiendas de campaña en las zonas ajardinadas, donde la gente con menos recursos dormía en las frías noches.
Después un día largo de pedaleo llegué a Valparaíso. Allí me esperaba Iván, un amigo de Franco, un cicloturista que había contactado conmigo a través de Internet. También estaban en la ciudad los hermanos alemanes Klaus y Kai (con los que pedaleé parte de la Carretera Austral), así que no me iba a aburrir. Valparaíso es la ciudad moderna y cosmopolita de Chile. Su principal atracción turística, además de las coloridas casas, son los graffitis que se pueden ver por las paredes de los edificios, las puertas, las escaleras, las señales de tráfico… Es una manera artística y divertida de descubrir la ciudad y, a la vez, conocer su historia. El primer día en la ciudad, junto con Klaus y Kai, pudimos descubrir y admirar muchos de ellos.
Personajes célebres chilenos: Gabriela Mistral, Salvador Allende, Pablo Neruda, Manuel Rodríguez, Violeta Parra y Clotario Blest.
Parte de un mural gigante que representa la colonización en los países sudamericanos.
Aproveché el segundo día en Valparaíso para descansar en casa de Iván, mi anfitrión. Iván era un tipo chileno muy interesante y que no hizo más que invitarme a cerveza Báltica y vino barato chileno mientras veíamos videos en Youtube sobre la «otra historia» de Chile: desde un anuncio con el famoso Spike, el perro de Lipigas, hasta una película sobre la célebre cantautora Violeta Parra. Oye… ¡otra manera de conocer el país! ;). Aquí os dejo los enlaces por si os animáis: Capítulo 1, Capítulo 2, Capítulo 3.
Continué mi camino hacia el norte pasando por Los Vilos, Cobarbalá y Ovalle para llegar a la entrada de la famosa ruta Antakari. Durante tres días atravesaría la montaña, cruzando pequeños pueblos hasta llegar a Vicuña. Los paisajes del recorrido me recordaron a los que había visto en la película sobre Violeta Parra que Iván me mostró. La cantautora viajó por el norte del país recogiendo las canciones de los mayores para que no se quedaran en el olvido.
Recorriendo la ruta Antakari, famosa también porque a lo largo de ella se avistan centenares de loros. ¿Los veis?
La ruta Antakari (que signfica en quechua «Gran hombre de cobre») recorre los antiguos caminos que los pueblos indígenas andaban a mediados del siglo XV. Es una ruta bastante abrupta y salvaje, así que los paisajes que brinda son espectaculares. Al llegar a Vicuña me desvié hacia Pisco Elqui para conocer el pueblo natal de la gran poetisa Gabriela Mistral y la zona del valle del Elqui. Como me dijo una bombera de Ovalle: no podía decir que había estado en el norte de Chile si no había visitado el mausoleo de la poetisa chilena.
Camping a orillas del río Cochiguas.
Haciendo vivac a 2.000 msnm en la ruta Antakari.
Mi intención era hacer noche cerca del río Cochiguas pero me encontré con todos los accesos cerrados. Pedí permiso a los lugareños para acceder a la zona del río, pero me contestaron que la zona se había privatizado y cerrado a raíz de la suciedad que debajan los turistas y visitantes. Finalmente, el propietario de un camping aledaño me dejó acampar sin cobrarme nada, y eso que yo era su único cliente esa noche.
Al día siguiente retomé la marcha en dirección a la localidad costera de La Serena, a unos 80 kilómetros de donde me encontraba. Allí había quedado con Pía, una amiga de Felipe, un cicloviajero que había conocido en la Carretera Austral y con el que había seguido manteniendo el contacto. Me vino a buscar en bicicleta y me llevó a su casa, donde conocí a Tina, su madre. Pía no me dejó descansar, me llevó a escalar con unos amigos suyos; me llevó a su universidad, donde estaban debatiendo si continuar o no una huelga en contra de la educación sexista que se impartía en todo el país. También me llevó a comer a casa de su abuela, que preparó tortilla de papas con chorizo y queso, y de postre, arroz con leche. ¡Mmm!
Con Pía, a mi izquierda y mis nuevos compañeros escaladores que me llevaron a una zona preciosa de Coquimbo, una zona al norte de La Serena.
Después de La Serena mi siguiente destino era Vallenar, donde me esperaba Leila, amiga de una cicloviajera brasileña que contactó conmigo a través de Internet para ayudarme con los alojamientos en la ruta. A unos 80 kilómetros de Vallenar, iba pedaleando por la carretera cuando escuché un timbre detrás de mí. Me giré y vi a un cicloviajero y a un simpático perrito salchicha. Eran Sergio y Salchi, mis próximos compañeros de viaje. Congeniamos enseguida (los tres) así que pedaleamos juntos hasta Vallenar, donde Leila, además de invitarnos a unos almuerzos riquísimos, nos acogió a todos sin ningún problema. Sergio era todo un manitas así que me ayudó a arreglar algunas averías de la bicicleta.
Sergio enseñándonos a radiar una rueda (Salchi está más pendiente de sonreír).
De Vallenar volvimos a recorrer la costa chilena, pero la humedad hizo que decidiéramos volver a la carretera principal. Esto era una señal de que efectivamente estábamos cruzando ya en la zona desértica no polar más árida del mundo, el desierto de Atacama. Fueron varios días durmiendo en playas y sufriendo la ropa y el material mojado a causa de la extrema humedad, así que nos dirigimos de vuelta al interior en dirección a la ciudad minera de Copiapó, donde nos esperaba Matías, un amigo de Sergio.
Con Matías y Lucía, una chica venezolana que conocimos en la calle e invitamos a comer.
De Copiapó llegamos sin detenernos a Bahía Inglesa, un pueblo ubicado en una zona muy turística de playas de arena blanca y aguas transparentes, algunas de ellas consideradas las más bonitas del país. A pesar de ser temporada baja y de que muchos de los establecimientos estuvieran cerrados, todavía había pudimos ver algún que otro turista rezagado.
Salchi, otro turista más en la Bahía Inglesa.
No estuvimos demasiado tiempo en el pueblo, pues ni a Sergio ni a mí nos llamó mucho la atención. Continuamos la ruta para cruzar el Parque Nacional Pan de Azúcar, una zona rocosa y muy árida a orillas del Oceáno Pacífico. Al ser temporada baja atravesamos el parque en solitario. ¡Qué pasada!
El equipo al completo en el desierto de Atacama.
Después de cruzar el parque el siguiente destino era Paposo, antigua zona fronteriza con Bolivia hasta 1843, y más adelante, la ciudad de Calama. El primer tramo fue bastante duro, pues teníamos que ascender desde el nivel de mar hasta los 2.000 msnm en poco más de 50 kilómetros. Ya habíamos planificado pasar algunos días en ruta y la zona era bastante desértica, así que llevábamos con nosotros comida y agua suficiente. La primera subida fue muy intensa, solo logramos hacer 3o kilómetros; había demasiada pendiente y no podíamos pedalear. En plena subida se detuvo un camión y el conductor se ofreció a llevarnos… ¡pero no nos podíamos rendir tan rápido! Empujando las bicicletas se nos hizo de noche pero estábamos cerca de una zona minera, así que probamos suerte y hablamos con un encargado que conseguimos localizar para que nos dejara montar la tienda. Este nos ofreció una habitación, ducha con agua caliente y comida. Nosotros solo pedíamos un lugar protegido del viento donde acampar, ¡así que esa noche dormíamos en un 5 estrellas!
La gente minera nos cuidó como si fuéramos de la familia. ¡Gracias!
Al día siguiente desayunamos todos juntos y esperamos que desapareciera un poco el intenso viento para reanudar la marcha. Nuestros (ya) amigos mineros nos regalaron unos bocadillos para el viaje y nos despedimos con abrazos. Fue una gran experiencia conocer cómo es la vida de los trabajadores mineros en pleno desierto de Atacama.
Seguimos pedaleando, y ascendiendo, aunque avanzábamos muy lentamente. Por fin llegamos al punto más alto; en adelante, según nuestro mapa de alturas, teníamos una zona más o menos llana. Como ya era tarde decidimos acampar cerca del Observatorio Europeo Austral, pero no demasiado. Nos habían comentado que los guardas de seguridad del observatorio habían echado a gente que acampaba «muy cerca».
Acampando en el desierto bajo la vigilancia continua de Salchi.
Encontramos un sitio perfecto, sin viento, alejados del tráfico; sin luces, sin ruidos y donde Salchi podía disfrutar sin correas ni preocupaciones por los coches. Fue una noche tranquila y perfecta para ver las estrellas. Salchi estaba tan contenta como yo: nos gustan los desiertos, el entorno en el que estábamos hizo que nos olvidáramos de todo lo que había a nuestro alrededor y que nos centráramos en lo que teníamos sobre nuestras cabezas, ni más ni menos que el universo.
El plan del día siguiente era complicado, aunque parecía asequible: dos subidas con sus dos bajadas, y todo una llanura hasta el complejo industrial de La Negra, donde se ofrecían servicios básicos para camiones y viajeros en general. Partimos sin más preocupaciones, sin embargo al poco nos dimos cuenta que el viento iba a suponer un gran problema ese día. Un viento intenso y traicionero nos impedía avanzar, y de vez en cuando, nos echaba hacia el centro de la carretera. El pedaleo se convirtió en una lucha metro a metro. Al vernos en pleno sufrimiento un camión se detuvo delante de nosotros después de adelantarnos, nos advirtió del peligro que suponía para nosotros pedalear en esas condiciones y nos ofreció llevarnos. Entendimos la derrota y aceptamos su ayuda para que nos sacara de aquel agujero de viento. Más adelante, ya pedaleando por un camino más seguro y resguardado del viento que nos acercaba a Calama, pudimos ver en el horizonte lejano las gigantes montañas nevadas. Señalaban la frontera con Bolivia, exactamente hacia donde nos dirigíamos.
Llegando a Calama, donde ya se puede apreciar al fondo la cordillera que hay que cruzar para entrar a Bolivia.
Llegamos por fin a Calama, y comenzamos a ascender de nuevo poco a poco despidiéndonos del espectacular desierto chileno. La subida era muy progresiva, así que apenas notamos que habíamos llegado a los 4.000 msnm: ¡era la altura máxima a la que había pedaleando nunca! Sin embargo, a esta altura sí empezamos a sentir el mal de altura. Si hablábamos durante mucho rato nos ahogábamos, y al tumbarnos para dormir, notábamos una gran presión en el pecho que nos impedía respirar con tranquilidad. Debíamos movernos con tranquilidad y respirar lentamente hasta que nos acostumbráramos.
Paso fronterizo de Ascotán, el primero a 4.000 msnm.
A 4.000 msnm todo es sorprendente: las montañas, los salares, el sol, la luna, las nubes. Parece que el tiempo vaya más despacio, que las montañas y las llanuras sean más grandes y las personas más pequeñitas. Después de más de 100 días recorriendo Chile, tenía ganas ya de saltar a otro país, y estábamos muy cerca. Cuando llegamos a Ollagüe, uno de los asentamientos fronterizos me di cuenta que lo que teníamos por delante iba a ser realmente espectacular…
Pero, ¿estoy pedaleando el planeta Tierra?
Track de la ruta