Después de pasar más de tres meses en Chile ya empecé a sentir el hambre… ¡por conocer un nuevo país! ¡Qué os habíais pensado! Desde Calama, una ciudad chilena situada a 2400 msnm y al norte del país, emprendí la marcha junto a Sergio y Salchi (mis nuevo compañeros de aventuras) rumbo a la frontera con Bolivia, uno de los países latinoamericanos que más ha hecho por proteger su cultura indígena. Tenía muchísimas ganas de adentrarme en sus tierras, de conocer sus gentes y sus parajes.
Llegamos a la frontera boliviana a las (exactamente) 12:25 y nos encontramos con que la oficina de inmigración estaba cerrada, y un cartel en la puerta que indicaba las 12:30 como hora del cierre. Llamé a la puerta y un policía con cara de pocos amigos apareció y me dijo: «Venga, entra, rellena el papel y dame tu pasaporte». Me devolvió el pasaporte con el sello de entrada y me invitó a salir. El trámite fue rápido y frío. Ya estaba en Bolivia.
¡Los tres llegamos a Bolivia!
Nuestro objetivo era llegar al pueblo de San Juan. Por delante teníamos 65 km, y un camino difícil con muchos baches. Al ritmo que comenzamos a pedalear pronto nos dimos cuenta que llegaríamos al primer pueblo ya de noche. Sin embargo, nos percatamos que el camino que seguíamos rodeaba el salar de Chiguana, así que decidimos salir del camino para verlo. ¡Fue impresionante! El terreno era liso y el viento nos empujaba, así que no teníamos que pedalear, solo nos teníamos que preocupar de ir siguiendo el rumbo correcto y no desviarnos del camino. ¡Ah! Y de disfrutar de las vistas.
Chiguana fue el primer salar que crucé en el viaje. ¡Impresionante!
Llegamos a San Juan mucho antes de lo previsto y fuimos a buscar un lugar del pueblo en el que dormir. Nos recomendaron preguntar en la escuela. Allí encontramos a un grupo de vecinos, bastante borrachos. Entre risas y bromas nos explicaron que eran profesores de música y enseguida nos abrieron una sala llena de polvo e instrumentos para que guardáramos las bicicletas y pasáramos la noche.
Salimos a dar una vuelta por el pueblo y nos topamos con el edificio de la municipalidad (el ayuntamiento). Dentro estaba lleno de botellas vacías, restos de comida y gente del pueblo bebiendo cerveza.
Municipalidad de la localidad de San Juan (Bolivia).
Las calles estaban vacías y todos las tiendas cerradas. Empezamos a deambular por las calles hasta que nos encontramos a una pareja joven, nos explicaron que eran las fiestas del pueblo y que todos estaban en la plaza principal, donde había música, comida y cerveza.
En cuanto llegamos a la plaza todos los vecinos allí presentes se giraron para vernos. ¡Hasta la banda borracha que estaba tocando se nos quedó mirando! Desde una esquina de la plaza, los profesores de música que habíamos conocido antes nos hacían señas para que fuéramos, señalando su buena provisión de cervezas. Fuimos, y desde allí, pudimos analizar la escena: un grupo de músicos borrachos intentaba tocar al mismo ritmo, los más animados del pueblo bailaban sin soltar la cerveza de la mano y algunos vecinos serenos, observaban la fiesta a la distancia. ¡Parecían tan sorprendidos como nosotros! Después de un rato con nuestros amigos músicos, nos fuimos directos hacia los puestos de comida. Hacía mucho tiempo que no veía venta de comida en la calle, ¡y quería probarlo todo!
Al día siguiente emprendimos la marcha en dirección a una de las atracciones turísticas de Bolivia más visitadas y conocidas: el Salar de Uyuni, el mayor y más alto desierto de sal del mundo, con sus 10.000 km2 a 3650 metros de altura. Este desierto tiene la mayor reserva del mundo de litio, que junto a las reservas de Argentina, Perú y Chile forman el 85% de los yacimientos de litio del planeta. Hicimos una parada en Colcha K, después de 30 kilómetros. Estábamos cansados, llevábamos mucho tiempo sin descansar, sin ducharnos y sin lavar la ropa; necesitábamos un poco de descanso. Primero nos acercamos a una casa donde servían ajifideos (macarrones con carne) por 8 bolivianos (1 euro). ¡Volver a comer de restaurante nos supo a gloria! A continuación, buscamos un lugar donde descansar y darnos una buena ducha de agua caliente. Finalmente, encontramos un hotel por 30 bolivianos la noche (3,7 euros). ¡Nada mal!
Vicuñas en el camino hacia el salar de Uyuni.
Después de la ducha de agua caliente, haber lavado la ropa y haber llenado nuestros estómagos, ¡solo queríamos disfrutar de nuestra cama y las 3 capas de mantas que nos estaban esperando! Salimos por la mañana y al cabo de 20 kilómetrosllegamos al pueblo Tanil Vinto, lo que iba a ser nuestra entrada al famoso Salar de Uyuni. Accedimos al salar por la carretera principal y en un momento el GPS nos indicó que debíamos girar hacia el interior y seguir un rumbo fijo, en dirección a la montaña Tunupa. Ya en el salar la carretera desapareció, únicamente veíamos el rastro de las ruedas de los coches. Justo delante de la montaña Tunupa, la que nos marcaba el GPS, había una pequeña mancha que era el lugar donde queríamos pasar la noche, la Isla Incahuasi.
Era invierno y la sal estaba compactada por lo que se podía pedalear sin hundirse en el agua como ocurre en la época de verano. Aun así, al principio nos resultó complicado pedalear porque había pequeñas aristas de piedras de sal que nos hacían tambalear pero más adelante el terreno se aplanó y pudimos avanzar sin grandes complicaciones.
Qué ganas tenía de fijar el rumbo, cerrar los ojos y pedalear ligero, sin la preocupación de chocarme con algo, o que algo chocara conmigo. ¡Qué sensación! Nos detuvimos algunas veces para hacernos la mítica foto en el Salar de Uyuni, jugando con la profundidad y la perspetiva.
Cuestión de perspectiva.
Finalmente llegamos a nuestro destino: la isla Incahuasi, una extraña zona rodeada de cactus en el corazón del salar. Hablamos con los responsables del lugar y nos permitieron dormir en una habitación del museo. ¡También nos invitaron a café y pan con mantequilla! Estábamos realmente cansados, y es que, a pesar de que el terreno no era demasiado complicado, la sal hacía que los rayos del sol se reflejaran en todas las direcciones, lo que nos obligaba a taparnos bien y evitar dejar los ojos al descubierto.
Los cactus de la Isla Incahuasi.
Al día siguiente, mientras estábamos recogiendo y preparando las bicicletas, un hombre se acercó a charlar con nosotros, resultó ser Alfredo. Era el primer habitante de la isla, había llegado a Incahuasi hacía 30 años con la idea de convertirla en un centro turístico. Junto a su mujer vivieron en soledad y miseria, viajando una vez a la semana en busca de agua y comida hasta el año 2003. Ese año las comunidades cercanas que se habían apoderado de la isla les permitiéndoles vivir allí de forma oficial. Hoy en día, Alfredo vive allí con su familia, tiene un pequeño bar y vende artesanía a los 400 turistas que llegan a la isla a diario. ¡Tal como siempre había soñado! Alfredo nos invitó a que conociéramos su bar, y por supuesto, firmáramos su libro de visitas en el que aparecían viajeros de todo el mundo.
Nos despide de la isla su primer poblador, ¡justo cuando Salchi estaba haciendo amigos!
Proseguimos hacia el Norte dejando la isla Incahuasi a nuestras espaldas y acercándonos cada vez más al gran Cerro Tunupa, al cual llevábamos unos días viendo cada vez más grande y más definido.
Recorrimos 80 kilómetros de salar y llegamos al pueblo de Tahua, situado en una zona limítrofe del salar. Dejamos de pedalear sobre sal para volver a la tierra y el asfalto. En el pueblo, paramos a almorzar y a descansar un poco, aprovechando que volvíamos a pisar tierra firme. En la plaza los niños se acercaron con curiosidad a preguntarnos todo tipo de dudas. Qué bien volver a encontrar niños curiosos, más interesados en lo que pasa alrededor que en ver la televisión o en mirar la pantalla de su teléfono móvil. Continuamos el camino hacia Salinas de Garci Mendoza, donde se estaba celebrando otra fiesta de pueblo, esta vez mucho más grande y, lógicamente, con mucho más alcohol. Esa noche el propietario de una gasolinera nos dejó dormir en una casa que estaba construyendo. Al día siguiente nos prestó agua para quitar toda la sal de las bicicletas y evitar posibles problemas de corrosión.
El Cerro Tunupa, a espaldas del salar de Uyuni.
De nuevo, volvíamos a pedalear sobre una carretera asfaltada, esta vez en dirección a La Paz, capital administrativa del país (la capital histórica es la ciudad de Sucre) y centro económico. Pude darme cuenta entonces de que la gente boliviana era diferente. A pesar de que habíamos encontrado gente amable por el camino, la sensación de apertura, interés y hospitalidad que tenía cuando había contactado con gente en Chile, Argentina, Paraguay o Brasil, no se estaba repitiendo en Bolivia. Los bolivianos me parecieron muy poco accesibles, noté que no tenían mucho interés en ayudarnos y tampoco curiosidad en nosotros. En las gasolineras nos cobraban el doble que a los locales y muchas veces nos miraban y nos gritaban «¡Gringos!».
El día antes de nuestra llegada prevista a la ciudad de la Paz hicimos vivac. Me desperté con un ligero escozor en el ojo; me froté para calmarlo y me pareció que iba mejorando. Comenzamos a pedalear y a los pocos kilómetros volví a notar el escozor. Sergio y Salchi iban bastante más adelante y no podía comunicarme con él, así que paré en una casa para pedir agua. Me mojé el ojo, pero el escozor seguía. Empezaba a estar preocupado, porque la irritación me estaba impidiendo ver bien la carretera. Me detuve en un prado, me tumbé y cerré los ojos para probar si así desaparecía la molestia. Al abrirlos me encontraba más aliviado, así que retomé la marcha, pero al rato me volvió a escocer.
Cada vez veía menos, y cada vez más borroso. La incertidumbre de no saber lo que me estaba pasando y el peligro que estaba corriendo pedaleando casi sin visión más allá de los dos metros me asustó. Necesitaba tomar una decisión lo antes posible. En un momento, pude distinguir al lado de la carretera una señal de hospital, así que me dirigí hacia allí, ya bastante angustiado. En cuanto llegué me atendieron. La doctora me observó el ojo con la ayuda de la luz del teléfono móvil y no vio nada; me subió el párpado y tampoco encontró nada, así que decidió probar una última opción: inyectarme agua a presión en el ojo con una jeringuilla. La doctora llenó la jeringuilla con agua y se preparó para echármela dentro del ojo mientras la enfermera me mantenía el ojo abierto con una mano y con la otra sostenía una bandeja. La doctoró apretó la jeringuilla y de repente se escuchó un clic. El responsable era, nada más y nada menos, que un afilado cristal de 4 milímetros. ¡Y yo frotándome el ojo!
Todavía con dolor, pero muy aliviado y, sobre todo, muy agradecido, me despedí de la doctora y de la enfermera, pagué los 3 bolivianos (0,40 euros) de la consulta y continué la marcha, sin el cristal y con un parche en el ojo. Seguía viendo borroso, pero pensé que se me iría pasando. A los cinco kilómetros el escozor estaba haciendo que se me cerraran los ojos, así que decidí buscar en el GPS el pueblo más cercano para parar y descansar. Estaba a otros cinco kilómetros, así que pedaleé tan rápido como pude. Al llegar me acerqué al primer hotel que vi, y pregunté por la habitación más barata. Entré la bicicleta a la habitación y me metí en la cama directamente, con la ropa puesta. Estaba exhausto, lo único que quería era cerrar los ojos y descansar.
Me desperté a media noche, quería saber cómo estaba. Me encontraba un poco mejor, me levanté y con un ojo abierto fui a darme una ducha y ponerme ropa limpia. Rápidamente volví a meterme en la cama, ahora sí, hasta el día siguiente. Aunque un poco menos, cuando me desperté por la mañana todavía me escocía. Fui al hospital del pueblo para comprobar que no hubiera algo más dentro de mi ojo. La doctora me confirmó que todo estaba bien, únicamente tenía una pequeña herida en el ojo provocada por el roce del cristal.
Ya un poco más aliviado continué hacia La Paz. La incursión en esta ciudad de casi tres millones de habitantes no iba a ser fácil: para llegar al centro tenía que ascender hasta los 4000 msnm y, en pocos kilómetros, descender hasta los 3500 msnm, en medio de un denso y caótico tráfico. Pedaleando con mucha precaución, lo conseguí y llegué a la Casa Ciclista de La Paz, donde me esperaba Sergio y Salchi junto a otros viajeros.
Al día siguiente, un poco más recuperado de mi lesión en el ojo, conocí al resto de viajeros que se hospedaban en la casa ciclista: una familia de franceses que llevaba un año viajando con sus tres hijos pequeños (www.leschamavelo.fr); Taneli, un finlandés que disfrutaba pedaleando por rutas secundarias; Gautier, un francés que venía de haber pedaleado por África; y Lorenzo, un madrileño que estaba recorriendo Sudamérica con su bici. Hacía mucho tiempo que no estaba en una gran ciudad y me apetecía adentrarme en los mercados y mezclarme con la gente y entre el bullicio. Y qué mejor lugar que el mercado que se celebra los jueves y domingos en El Alto, una ciudad situada a 4.000 msnm a la que podíamos llegar mediante un teleférico situado en La Paz.
Vistas de la ciudad de La Paz desde el teleférico camino a El Alto.
Allá pudimos encontrar de todo: recambios para el coche, para la moto; utensilios para cocinar; puestos y comida para llenar la barriga; un centro comercial gigante en forma de mercadillo y, sobre todo, precios muy económicos.
En la Casa Ciclista de la Paz estuvimos unos días más, descansando e intercambiando anécdotas e historias con otros ciclistas.
Llegó el día de volver a la carretera y Sergio y yo emprendimos rumbo hacia la frontera con Perú. Sabíamos que la salida iba a ser complicada porque había mucho tráfico y teníamos que llegar hasta El Alto, así que decimos utilizar el teleférico para evitar las empinadas y peligrosas subidas de La Paz. Para llegar a Perú teníamos varias opciones; finalmente optamos por cruzar el lago Titicaca por el lado Norte. Y no nos equivocamos, fue una buena decisión. Estuvimos bordeando el lago por carreteras tranquilas hasta llegar a la localidad de Escoma, donde un policía nos selló el pasaporte. Debíamos desviarnos luego por un camino de tierra que se adentraba hacia la montaña aproximándose al lago hasta cruzar la línea fronteriza con Perú y conocer el primer pueblo peruano, Tilali.
Un gringo en el lago Titicaca.
Últimos kilómetros para cruzar la frontera con Perú.
Recuerdo haber pedaleado los últimos días por Bolivia pensando en todo lo que me quedaba por conocer, y el poco tiempo que había dedicado a indagar en su cultura y costumbres. Sin duda, volveré para redescubrir este país de paisajes inhóspitos y encontrar la calidez que no pude hallar la primera vez.
Track de la ruta