Son las 9 de la noche. Después de recorrer los primeros 25 kilómetros por África, pedaleando a través de las altas montañas del Rif, llego a la ciudad de Fnideq. Es una ciudad desconocida en Marruecos, un país desconocido del cual muchos me han dicho: «Ten cuidado y no te fíes de nadie, ya verás como te intentan engañar». Pregunto por algún sitio económico para dormir pero ninguno se ajusta a mi presupuesto, así que me voy al paseo marítimo a comerme mi última lata de sardinas y a pensar cuál será el siguiente paso que debo dar. Me encuentro decidiendo qué hacer las próximas horas cuando un desconocido se acerca y, después de charlar un rato, me invita a ir a la parte de atrás de un bar para tomar té con unos amigos. ¿Qué hago? Puedo confiar en sus buenas intenciones y vivir una experiencia irrepetible, pero también meterme en un gran lío que, incluso, entrañe peligro. La otra opción es ser precavido, no aceptar ninguna invitación y mezclarse con la gente del país lo mínimo e indispensable. Poco a poco descubro que mucho de mi viaje se va basar en esta disyuntiva: confiar o desconfiar de lo desconocido.
El desconocido se llamaba Josef, era un marroquí de unos 50 años que vivía en Ámsterdam y que se encontraba en Fnideq de vacaciones, visitando a la familia y a amigos. Él iba en bicicleta y cuando vio la mía no pudo evitar pararse y empezar a disparar preguntas sobre mi viaje. Justo ese día Josef se había comprado las herramientas para hacer un pequeño viaje hasta Tánger. Me propuso viajar juntos unos días y me ofreció sitio para dormir. Acepté la invitación. Al final descubrí que Josef era un apasionado del arte, pintor de cuadros y guitarrista.

Aceptar su oferta me permitió disfrutar de música popular en directo entre nuevos amigos; dormir en un tejado con vistas a la mezquita; conocer a ciclistas de la zona y acercarme un poco más a la cultura marroquí. Y lo mejor, ¡probar unas riquísimas sardinas a la brasa en frente del mar! 😛
Iniciamos el viaje juntos saliendo de Fnideq, pero Josef no pudo con Marruecos: «Amigo, no puedo. Marruecos no es como Ámsterdam, aquí hay mucha pendiente y los coches no te respetan». Y Josef tenía toda la razón; pedalear por Marruecos estaba siendo un deporte de riesgo entre autobuses que circulaban con las puertas abiertas y camiones que no respetaban la distancia mínima con los ciclistas.

Llegué solo al inicio de las cascadas de Akchour con la idea de encontrar un albergue económico, guardar la bici y al día siguiente recorrer las cascadas a pie. Pero pude comprobar rápidamente que no había tales albergues económicos. El guardia de la zona me dijo que la acampada libre estaba prohibida, le pregunté si podría guardar mi bicicleta unas horas al día siguiente y me emplazó a que preguntara el mismo día. Me indicó dónde estaba el camping oficial, pero no me dió muy buenas sensaciones así que me alejé y acampé al lado de un río apartado y tranquilo, confiando que al día siguiente podría recorrer las cascadas. Por la mañana me desperté con muchas ganas de darme un baño en Akchour, pero el guarda me volvió a decir que no me podía guardar la bici, así que di media vuelta y me quedé sin cascadas y sin baño.
El hecho me cabreó bastante y me pasé todo el camino hasta Chefchaouen pensando cómo podía evitar, en un futuro, perderme cosas por culpa de la bicicleta. En medio de mi indignación sobre ruedas pude ver en varias ocasiones cómo la gente aparcaba sus carretas con bidones para llenarlos de agua. Pedaleando estas tierras cada vez soy más consciente de que el agua es un bien imprescindible que debemos cuidar y no malgastar.

Por fin llegué a Chefchaouen, la famosa ciudad azul y mi primer destino turístico de Marruecos, visita obligada tanto de día como de noche. Esa noche decidí dormir en un hostal y darme mi primera ducha en Marruecos después de 5 días pedaleando.

En Chefchaouen me ocurrió una anécodta que supuso mi segunda prueba de confianza en Marruecos. En el hostal hice amistad con unas viajeras neoyorkinas, Shino y Calis, y mientras estábamos dando un paseo por la ciudad se acercó un chico, nos empezó a hablar y nos invitó a su tienda animándonos con eslogan «¡Se está muy fresquito!», muy atractivo a 30 grados. La verdad es que no lo pensamos mucho, seguramente al ir tres viajeros juntos la confianza era mayor. ¡Buena decisión! Acabamos conociendo a un famoso músico marroquí y a un nómada bereber, cantamos con ellos, disfrutamos de los deliciosos tés de Marruecos, comimos aceitunas (¡oh, las aceitunas de Marruecos!), melón y bebimos algún que otro vaso de vino. ¡Menuda invitación! 🙂

Mi siguiente destino después de Chefchaouen era la ciudad de Fez; quería llegar a través de una ruta de dos días con una parada planeada a medio camino, en un camping con piscina. Salí a primera hora de la mañana y recorrí unos 90 km hasta llegar al ansiado camping. Durante la ruta mi espejismo particular era esa piscina y el bañito que me iba a pegar en cuanto pisara el camping, pero al llegar me dijeron que… ¡no admitían tiendas de campaña! El camping era solo para caravanas, así que otra vez me quedé sin baño. Pedaleé un poco más hasta que encontré un lugar para acampar, delante de una comisaría de policía de un pequeño pueblo llamado Ain Defali. Esa noche se me antojaron unos espaguetis con tomate (un pequeño placer después de mi doble decepción acuática), así que me zampé un platazo de espaguetis delante de mi tienda. Por la mañana amanecí con un ligero dolor de estómago que se iba acrecentando a medida que pedaleaba. A los 20 km ya no pude más y busqué un bar para tomarme un Aquarius. No había Aquarius, y a falta de gintonic, me tomé una tónica que me hizo vomitar tres veces. Puede ser que el culpable de mi malestar fuera el tomate frito de los espaguetis, aunque creo más bien que fue la genial idea de pedir agua en los restaurantes para ahorrar y relacionarme más con la gente. Y eso que me habían advertido de que ni se me ocurriera beber agua del grifo… ¡Mala decisión!
Descansé durante un par de horas refugiado bajo una sombra, y cuando me encontré mejor continué la ruta. Todavía me quedaban 100 km para llegar a Fez, así que me lo tomé con paciencia y filosofía. Llegué de noche y muy cansado, pero allí me esperaba Rachid, amigo de unos amigos. Nos encontramos, nos tomamos un té y tuvimos una agradable conversación. ¡Tocaba un recibimiento así!
Cuando llegué a Fez sentí que necesitaba descansar, digerir todo lo que había vivido, recuperar fuerzas y organizarme un poco, así que me instalé durante unos días en un albergue y aproveché para hacer alguna que otra visita turística. Uno de los días fui hasta Meknes en tren con Shino, una de las viajeras neoyorkinas que conocí en Chefchaouen. Mientras visitábamos la ciudad, volvimos a vivir otra anécdota curiosa. Íbamos hablando sobre los viernes, que en Marruecos son festivos y las familias tienen por costumbre comer cus cus. De repente una señora apareció de la nada y nos empezó a decir «Cus cus, cus cus» mientras nos guiaba hacia lo que creíamos que era su casa. Y así fue, nos acomodó en su hogar y nos invitó a un delicioso, auténtico y espectacular cus cus a la vez que manteníamos algo parecido a una conversación. ¡Fue increíble! Más o menos a la hora llegó el padre y con él pudimos comunicarnos un poco más en francés. Nos acompañó hasta su tiendecita de comida, nos explicó su trabajo, historias del barrio y de la gente; nos puso a trabajar un rato vendiendo golosinas y patatas a los niños y nos lo pasamos absolutamente genial.
En Marruecos no hablar el mismo idioma no es un problema. La gente es amable, abierta y te acoge; quieren enseñarte su manera de vivir, sus costumbres, y no piden nada a cambio. Se divierten compartiendo momentos, disfrutan con nuestra curiosidad, nuestras fotos, nuestras caras de sorpresa. Si los primeros días en estas tierras dudaba entre confiar y desconfiar, la experiencia me indica que confiando en la gente tienes muchas más posibilidades de vivir y disfrutar del viaje de tus sueños. ¡Confiad en mí! 😉
