Ya ha pasado una semana desde que empecé a pedalear en dirección al continente africano. Siete días de máxima intensidad y sensaciones que nunca había vivido. Hace una semana salía de mi casa sin saber muy bien qué sentir: primos y tíos vinieron a despedirse junto a mis padres y mi hermana. Todos estaban muy emocionados, y al acercarse la hora de partir notaba los sentimientos encontrados: felicidad y tristeza; preocupación e ilusión. Recuerdo mi sensación de miedo y de no ser plenamente consciente de lo que significaba, para mí y para los míos, ese primer día.
Y empecé a pedalear, dejando atrás a mi familia y despidiéndome de las playas y el puerto de Vilanova. Sentía que era un sábado normal y corriente en el que madrugaba para hacer una salida en bici. Puede que por no partir de un aeropuerto o una estación de tren, no tuve la sensación de estar emprendiendo un gran viaje, y mucho menos de merecer esa despedida. Pero ahí estaba, alejándome, e iniciando por fin con esas primeras pedaladas la aventura que había tenido en mente tanto tiempo. Durante esos primeros metros solo pensaba «Ya está, ahora solo pedalea y hacia adelante»; notaba el cansancio de la preparación del viaje y, a la vez, el alivio de que estuviera sucediendo. ¡Había empezando a pedalear el mundo!
Cuando llegué a Tarragona busqué algún lugar con sombra para descansar y me detuve. Al poco apareció un cicloturista que, al ver mi bicicleta, se acercó. Se llamaba Ron y era de Minnesota, un auténtico veterano de los viajes en bici alrededor del mundo. Compartimos una cerveza y me resumió su filosofía de vida en 3 frases:
Me gusta viajar.
Me gustan las bicicletas.
Me gusta conocer gente.
¿Una señal de buena suerte? ¿Una coincidencia genial? No lo sé, pero toparme con Ron fue algo que me llenó de inspiración y un buen rollo brutal. ¡Y a seguir pedaleando!
Los días siguientes seguí recorriendo la costa levantina y ya me empezaba a acostumbrar a que la gente me señalara, me hicieran fotos y, sobre todo, me animaran. También empezaban a ser habituales los debates con vagabundos sobre la conveniencia de llevar las cosas en un carrito o en alforjas :).
Durante estos primeros días podría decir que el tiempo no se ha portado del todo mal: he tenido sol, mucho sol, y un día de fuerte tormenta. He pedaleado por asfalto, pista y alguna que otra trialera. La bici, de momento, aguanta; yo no tanto. Echo de menos una suspensión delantera que amortigüe los baches. No estoy acostumbrado al manillar de carretera, ni a tener que absorber baches y socavones. Noto las manos y los brazos doloridos, ¡ahora el amortiguador soy yo!
Los descansos han sido fundamentales para retomar fuerzas y cargarme de energía. He dormido haciendo vivac en un preciosa calita de la Costa Daurada, a la luz de las estrellas y con el único sonido de las olas del mar. También he dormido en la tienda de campaña en un camping, acompañado de familias y niños que disfrutaban de sus vacaciones. He dormido en casa de gente impresionante que me han acogido con cariño; en casa de mi tía en la soleada Valencia (y sus estupendos carriles bici) y en una montaña solitaria colgado en mi hamaca.
De momento he sobrevivido a estos primeros 600 kilómetros de mi viaje. Estoy disfrutando de cada pedalada, por dura que sea, y de la acogida de los míos y de la gente allá por donde voy. Me estoy acercando al estrecho y siento ya las ganas de cruzarlo y pisar África. Aún quedan algunos kilómetros, así que todavía estoy expectante de las sorpresas que este terreno conocido me puede deparar. ¡Seguimos!
